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TEORÍA POLÍTICA DEL ESTADO CRIMINAL MEXICANO.

Los hechos saltan a la vista, aun queriendo ignorarlos están ahí: la Suprema Corte de Justicia en una resolución de excepción acepta un recurso inexistente y libera a la secuestradora Florence Cassez, pero el fallo no favorece a sus cómplices mexicanos; el atemorizado Procurador General de Justicia de la República Jesús Murillo Karam se desiste de la Acción Penal contra el marino norteamericano Andrew Tahmooresshi, para evitar la sentencia severa del Juez Sexto de Distrito en Tijuana. La Procuraduría General de la República “atrae” casos federales, lo que implica que los había abandonado. Autodefensas civiles en Michoacán liberan al estado de la tiranía de una banda criminal; un alcalde en Guerrero ordena la desaparición de 43 estudiantes normalistas y encuentran cientos de cuerpos en fosas buscando a los estudiantes. 
Ni las autoridades federales, ni las estatales enfrentan a la Delincuencia Organizada que comete delitos federales y locales. El ejército es habilitado como policía sin conocer los procedimientos penales, ni las garantías individuales, ni tener preparación para hacer investigaciones entre los civiles, solo saben matar. Los jueces penales sentencian culpables a los pobres, la PGR es una pequeña organización ineficaz y corrupta de extorsionadores y la DEA comanda las operaciones de captura que le interesan. Alcaldes y jefes de policía municipal se asocian con los delincuentes en todo el país y las autoridades federales hacen exactamente lo mismo. Los políticos de todos los partidos se reparten el Erario nacional cual si fuera un botín. 
La delincuencia goza de impunidad por parte de las autoridades de todo tipo, y la sociedad vive aterrorizada entre sus autoridades y las bandas delincuenciales. Los carteles prosperan y crecen en número de miembros y colaboradores, diversifican sus actividades y se encuentra entrelazados con las funciones naturales del Estado. En su actual etapa de desarrollo la delincuencia se constituye como una confederación donde los carteles hacen la función de estados, que existen en paralelo a la anquilosada estructura política centralizada del Estado mexicano. Solo ciertas regiones urbanas se encuentran relativamente a salvo de los carteles y esto por estrategia de los delincuentes, no por la acción disuasiva del poder público.
Frente a la evolución de los carteles, el estado de derecho languidece, el régimen de derechos humanos es apenas una bandera demagógica que ondean sus deturpadores, la economía marcha en reversa, los ricos se van al extranjero, rematamos nuestras riquezas como el petróleo, la plata, el cobre, la pesca, todo. Una legión de académicos vienen por las chambas, las pluris, los privilegios y todo, todo es una simulación. A contrapelo y con gran éxito la sociedad criminal, por medio de sus carteles ha impuesto su modelo político, y lo han hecho con tal eficacia que aislaron totalmente a los factores positivos que aún perseveran en el país.
Mientras el estado mexicano es centralista y autoritario, el estado mafioso mexicano es una confederación de organizaciones criminales autónomas, que actúan localmente y que tratan a las autoridades federales de la misma forma que a las locales, sobornándolas, amenazándolas, premiándolas. El simil perfecto del estado mexicano consiste en compararlo como a un elefante lento, pesado y vegetariano, en tanto que el estado delincuencial es ágil como un depredador letal.
En el estado mexicano reinan los negociadores, se erige sobre el principio de compartir los bienes y riquezas nacionales entre una reducida clase política, formada por los peores ejemplares de la especie humana: los líderes de los partidos políticos mexicanos y sus aliados empresariales; en tanto el estado mafioso se erige sobre principios opuestos, el de la competencia plena e ilimitada para apropiarse de la mayor cantidad de bienes y riquezas posibles, es altamente meritocrático y solo triunfan los mejores. 
En tanto los partidos políticos van a las elecciones no a competir sino a compartir, para ello gozan de varios sitemas como el de diputados y senadores plurinominales, de las designaciones de candidatos o dedazos, y de pactos o alianzas para que todos se apropien del mismo botín, compartiéndolo de espaldas a la sociedad; a diferencia de los carteles que compiten y no comparten, aquel que cede o carece de aptitud o de ferocidad, pierde, es aniquilado por sus competidores y desaparece.
El estado criminal más que federalista, es confederado, pues cada cartel por pequeño que sea es totalmente independiente, sin que esto implique que carezcan de medios de colaboración ocasionales para sobornar a las autoridades o para establecer rutas, zonas de seguridad, o negocios diversos. Por su parte el estado centralista mexicano ha llegado al punto en que es incapaz de conseguir la colaboración de las autoridades locales o de sus mismos funcionarios. Las autoridades federales una vez insertadas en la realidad local de las comunidades a que son destinadas, son incorporadas a los carteles, exactamente como las autoridades locales.
Sin enemigo al frente, los carteles se han transformado de simples delincuentes a autoridades políticas. Cuando el negocio del trasiego de drogas resultó complicado o muy competido, entonces los carteles se dedicaron a actividades paralelas, como el secuestro y la extorsión, esta en particular fue llevada a limites extremos. En Michoacán se llegó a imponer a practicamente todos los residentes el “Derecho de piso”, con mayor eficacia que la que exhibe el Sistema de Administración Tributaria para cobrar impuestos “legítimos”, todo tendero, comerciante, profesionista tenía que pagarlo y lo pagaban.
El derecho de piso se extiende como si fuera un impuesto ordinario a toda la república, en especial en las comunidades rurales y pequeños municipios, de manera que las autoridades locales estan obligadas a negociar con los criminales y de ahí en adelante todo vien por lógica consecuencia. Pero no basta el derecho de piso, en Michoacán los carteles evolucionaron hasta convertirse en administradores de fincas aguacateras, limoneras y de todo tipo, substituyeron a los propietarios en sus negocios. Se apropiaron de las minas de hierro y de la aduana marítima de Lázaro Cárdenas, desde donde exportaban productos agrícolas, minerales y drogas y en pago recibían del exterior, los precursores para producir anfetaminas, dinero, armamento, vehículos robados y otras drogas.
Ahora sabemos que el estado mexicano en algún momento decidió compartir el poder con los carteles, virtualmente se repartieron al país, el gobierno central se reservó las grandes capitales: el D.F., Guadalajara, Acapulco, Monterrey, Puebla, León, etc. y el México rural y las ciudades medias y pequeñas quedaron en manos de los carteles. La clase política se retrajo a las capitales, donde vive en sus amurallados castillos y viven de la exportación petrolera y de los impuestos pagados por los causantes cautivos. Desde la capital se mantiene a los voceros y delegados en los estados, a los gobernadores y alcaldes que sirven a Dios y al diablo.
El caso de los jóvenes de Ayotzinapa, exhibe la intima cohabitación entre autoridades oficiales y su contraparte, el éxitoso Estado Confederado de Carteles mexicano. Existe solución, pero definitivamente no está en manos de nuestra desnaturalizada clase política, no en sus alianzas y no en sus pactos de opereta. 

Por Antonio Limón López
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